miércoles, 14 de marzo de 2012

EL PÁJARO DE LA INSPIRACIÓN



Ayer hablaba de una antología de cómic de vanguardia japonés. ¿Se puede hablar de algo parecido en español? Bueno, hablar de eso es casi hablar de la posibilidad de una isla. Y sin embargo, existe. De manera intermitente, desde hace décadas ha habido grupos que han planteado su disidencia artística frente al mercado, ya fuera en Zero o Madriz, ya fuese en Nosotros somos los muertos o La Cruda. Ahora está Colibrí, que acaba de publicar un número 4 que es el mejor hasta el momento. Y a todo color, además.

Colibrí es un fanzine por formas e intenciones, es decir, que se plantea casi como una declaración de principios en contra de la inercia lujosa del cómic actual -la que convertía a la mencionada La Cruda, por ejemplo, en un aparatoso catálogo de ilustración moderna-, como un manifiesto por el manojo de tebeos grapado como obra que lleva inscrita su honestidad en su proceso artesanal. Sus responsables son Toni Mascaró, editor de Apa Apa, y Sergi Puyol, autor que precisamente con esa editorial ha publicado uno de la docena de cómics españoles del último año que hay que tener: Cárcel de amor. Para cualquiera que conociera la línea editorial de Apa Apa, no será ninguna sorpresa el ámbito en el que se mueve Colibrí: cómic de autor joven internacional, lo que no quiere decir extranjero, porque los autores españoles son mayoría en este fanzine, pero desde luego también son internacionales, por vocación y por estética. De hecho, cada historieta está subtitulada en inglés, lo que demuestra a las claras que tienen en cuenta un público global.

El espectro estético de Colibrí no es demasiado amplio. Sobre todo, se concentra en lo que llamaríamos cómics de estudiantes de escuela de arte y diseño, con un intenso aroma a ejercicios de clase de ilustración. En gran medida, despliegan un sano desprecio por las convenciones del cómic comercial que se repiten una y otra vez a medida que nos acercamos al centro de la producción industrial de historieta. Eso no quiere decir que no carguen a su vez con sus propias convenciones, porque cada circuito genera sus propios tópicos, pero aquí hay un puñado de historietas de mucho calibre. Está Synchronized, del noruego Martin Ernsten, una escena de la vida de dos dragones guardianes de una cueva mística, uno de los cuales lamenta haber abandonado su vocación juvenil como miembro de un equipo de natación sincronizada. Está el humor rotundo y perplejo del Paraguas de Alexis Nolla. Está la historieta por entregas de Felipe Almendros, que de momento me interesa mucho más que el decepcionante R.I.P. que sacó con Mondadori. Hay mucho material de nivel en este Colibrí, aunque personalmente las dos historietas que más me han gustado han sido Saxofilia, de Chema Peral, que es una especie de emocionada carta de amor a un saxofón, contada a través de ilustraciones de geométrica precisión cromática (véase muestra en la ilustración de cabecera) y Cuento de Romancito y Giraldo, del propio Sergi Puyol.


La historieta de Puyol me interesa por el trabajo que se toma buscar soluciones narrativas y gráficas propias, desde luego. Pero me interesa por algo más, me interesa también porque es una alegoría de todo un proyecto generacional, y lo es casi sin expresarlo, con una sencillez retórica que es la baza que mejor sabe jugar Puyol, y que no es algo fácil de hacer. Moverse en ese terreno donde lo explícito se roza con lo sugerido, donde lo obvio choca con lo enigmático, donde empiezas a sospechar que no es que ese tío sea muy simple, sino que te está hablando muy despacito para que lo entiendas. En todo caso, si algo pesa sobre muchos de los jóvenes historietistas indies es la constante evocación de la infancia, la fetichización de los momentos de ternura o soledad de la niñez, como refugio contra un mundo adulto cuyas responsabilidades aburren, o se temen, y en todo caso no se quieren aceptar. Esto, normalmente, provoca dos efectos contradictorios: identificación como una contraseña que permite el acceso a una complicidad entre pares; o irritación ante un peterpanismo irresponsable asumido como coartada social para el escaqueo más vil. Y de esto va precisamente Cuento de Romancito y Giraldo, la historia de un hombre que vuelve muchos años después a buscar su muñeco favorito, que perdió en una excursión en el campo, y que cava y cava en busca de él. Y ahí es donde la historieta funciona como alegoría (obvia, y a la vez profunda), y donde Puyol descubre que en su misión de cavar y cavar en las viñetas en busca de la infancia perdida, al final hay que olvidar por qué se cava. Al final, lo único importante es seguir cavando y surcar el humus de nuestra vida con tiras y tiras de dibujos, cada vez más hondos. Y al final, en otro giro obvio y borgiano, cuando ya no se sabe por qué se está cavando, es cuando se encuentra un instante de vida, un resto de emoción. Es obvio que muchos de estos autores todavía son demasiado jóvenes como para haber llegado a ese punto. Todavía no han olvidado por qué están cavando. Muchos lo dejarán antes de tiempo, cuando vean que no lo encuentran. Pero muy mala suerte tendríamos si alguno de estos no llega a perderse muy, muy lejos de la superficie.

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