martes, 31 de agosto de 2010

AVISOS PERTINENTES


El policía infiltrado es acuchillado como una res y luego asesinado lentamente con un soplete por los carniceros de la banda. Pero ojo, no nos lo tomemos a la ligera porque «debemos estar conscientes de que nadie debe quitarle la vida a un ser humano y si lo hace, pagará ante la ley».

La advertencia está rotulada con letra mecánica, como si la hubiera superpuesto a la viñeta una autoridad exterior a la de los creadores del propio cómic. Y no se nos advierte sólo sobre la execrable inmoralidad del asesinato, por supuesto, sino también sobre otras lacras delictivas. Cierto, la jamona de los muslos olímpicos se está metiendo todo lo que le entra por las narices, pero no es una situación divertida, como nos recuerda el pertinente aviso:


A la altura de la página 63, cuando una víbora viva sale por una incisión practicada en la tripa de un torturado, la cuenta de homicidios y atrocidades es tan mareante que la voz de la conciencia se siente obligada a hacer notar su sobria presencia una vez más:


Está todo sacado de Relatos de presidio nº 679 (2007), obra de Norman Klint, Boris Lagarde, Alfonso Olivos, César Castro, Bazaldúa e Iván Santillán (espero no haberme olvidado de nadie), uno de los tebeos que leen los chalanes (o ayudantes de albañil) aquí en México D. F. Lo de los chalanes me lo contó Juanvi, y a juzgar por los anuncios de silicón que se incluyen en sus páginas, no debe de ser una leyenda.

Llevo once días en la capital de México y, como todo aficionado al cómic que se precie, lo primero que me compré al llegar aquí fue un pequeño alijo de las famosísimas historietas populares para adultos que se pueden encontrar en cualquiera de los numerosísimos quioscos, librerías de viejo y puestos callejeros que hay en esta ciudad. Ésa es una de las primeras cosas que sorprenden al llegar de Europa: aquí, el quiosco no ha muerto. Y en él sigue vivo, por supuesto, el cómic de quiosco. Aquí eso significa, en gran medida, Marvel México. Hay tebeos de Spiderman, Iron Man, Hulk y compañía en casi todos los quioscos. Y me dan unos buenos sustos, porque siempre me creo que son comic books de la Marvel gringa hasta que me acerco y percibo algún detalle que me revela que no, que están traducidos al español. La mimetización de la edición original es absoluta, incluso en los clásicos. Véase por ejemplo esta portada de The Avengers #95, reeditado en comic book de grapa como parte de la serie «Marvel Clásico».

El dominio de Marvel es incontestable, a pesar de que Vid tiene DC y otras franquicias, incluidos numerosos clásicos mexicanos como Memín, y además cuenta con una red de librerías propias que se pueden encontrar por todo el país (y hasta debajo del suelo, en el metro de la capital). Los personajes no están vivos únicamente en las páginas de los cómics, sino también en una enorme cantidad de productos de merchandising y anuncios que hacen que los superhéroes yanquis formen parte del paisaje cotidiano. Spiderman y Batman son los que uno se encuentra no menos de una docena de veces cada vez que sale a la calle, pero no es extraño tropezar con cualquier otro donde menos se lo esperaría. La Cosa de la foto de abajo, por ejemplo, formaba parte del escaparate de una tienda de productos de salud (aquí abundan muchísimo) instalada también en un vestíbulo del metro.

El sábado tuve ocasión de visitar una feria del cómic que se instala cada semana cerca de donde vivo, en el centro cultural Miguel Sabido. «Del cómic al libro», fantástico lema.

Pagas cinco pesos (al cambio, 30 céntimos de euro) y accedes a un reducido espacio lleno de tenderetes donde te puedes encontrar una enormidad de camisetas, muñecos, parafernalia de todo tipo y, por supuesto, tebeos. Tebeos viejos. Para mí, supuso un reencuentro directo con Novaro y una experiencia emocional de intensidad sísmica bastante apreciable. Pero de eso ya hablaremos más adelante, supongo.

Hace un par de días, el gran Juanvi Chuliá, mi cicerón en México, mi hermano azteca, me llevó a hacer una pequeña gira por algunas de las tiendas de cómics de la ciudad. Mucho material diverso (ya iré hablando de tebeos cuando ponga en orden mis lecturas y mis pensamientos), y muchas sorpresas. La primera, descubrir que, a pesar del imperio del quiosco, en algunas librerías de cómics la palabra «novela gráfica» no es desconocida. Un ejemplo: Badabing, un pequeño local sito en Estocolmo 18, en la Zona Rosa, uno de los barrios modernos de la ciudad.


Aunque Kaliman ocupa el escaparate (a la espera de que lleguen sus nuevos cómics, un póster es todo lo que tienen del clásico superhéroe mexicano), el banderín ya anuncia que la tienda tiene inquietudes diversas.

En Badabing, un cierto aire internacional convive con los omnipresentes superhéroes (incluso tenían un Amazing Spider-Man #33 original colgado de la pared, a 2.000 pesos de precio ni más ni menos), en lo que parece un escenario definido por la tensión entre el querer y el poder. El interior es muy acogedor y la presencia de la mesa y las sillas es una señal de las actividades que suelen realizarse en el local: charlas, presentaciones, cine, etc.

¿Qué se entiende por novela gráfica en México? Una imagen vale más que mil palabras:

Es decir, novela gráfica aquí es lo mismo que lo que es en España, es la novela gráfica de Astiberri, Sinsentido, Norma y demás. La novela gráfica mexicana está en pañales, pero hay interés. El concepto, al menos, flota en el ambiente. En un ambiente cargado de superhéroes que vuelan con una salud envidiable. Tanto que, en algunas tiendas, como en Fantástico (Félix Cuevas 18, metro Zapata) tienen cuatro o cinco mesas cubiertas con las novedades gringas de cada semana. Es como estar en una librería de Estados Unidos. Y estando tan lejos de casa, hasta hace ilusión tener en las manos la última portada de Daredevil de David Aja o la primera entrega de Whispers in the Walls de David Muñoz, Tirso Cons y Javi Montes.

Y ya que hablo de cómics de quiosco y de superhéroes populares, cuento también que aquí no se tarda en notar que el manga también está en pleno auge. De hecho, nuestra ruta comiquera la iniciamos en una «plaza del manga». Las «plazas» son edificios convertidos en centros comerciales, normalmente especializados (telefonía, informática, etc.). También hay uno cuyos tres pisos están dedicados de forma casi absoluta a puestecitos de manga, anime, videojuegos y cómics diversos. Allí descubrí que los mexicanos nos llevan ventaja en el cómic digital: se venden CDs con montones de cómics grabados en jpg. La distribución por internet, amigos, está ya obsoleta. Vuelve el disco.

En fin, este país es una gozada por muchos motivos, como sabréis lo que habéis estado aquí y como os imaginaréis los que no, pero al aficionado al cómic no le falta entretenimiento. Como en tantas otras cosas, la oferta aquí es amplísima, variada y ruidosa. O sea, una verdadera fiesta. Cuando tenga tiempo (que no garantizo que sea a menudo; como comprenderéis, tengo muchas pirámides a las que subir y de las que bajar) intentaré ir contando cosillas. Pero olvidaos de reseñas de novedades durante unos meses. Esto, también, es un aviso pertinente. Y otro: si algún amable lector tiene pistas para exploradores comiqueros de este gran país, por favor, que las comparta. Estamos deseando conocerlas, güeys.

viernes, 20 de agosto de 2010

¿PARA QUÉ SIRVE EL COLOR?

Pues, por ejemplo, para convertir a una azafata completamente desnuda salvo por las cananas y las cartucheras que parece salida de alguna película imaginaria de Tarantino o Robert Rodríguez (véase imagen superior) en una modesta y genérica agente enmascarada cubierta del cuello a la punta de los pies con un mono de cuerpo entero (véase imagen inferior).


Al final va a ser verdad que los tebeos en blanco y negro estimulaban más la imaginación.

[El ejemplo está tomado de Captain America 192, y me he tropezado con él en el Essential Captain America volumen 5. El año era 1976 y el dibujante era el ENORME Frank Robbins].

LA INVASIÓN DE LAS PLANTAS DEL PASADO


Decía en la entrada anterior que hay vías de regreso a la infancia que no pasan necesariamente por la nostalgia. Bueno, pues una no es ésta.

Hace poco escribía sobre el impacto que me había producido en su día la lectura infantil de una apocalíptica historia de Kelly Ojo Mágico en la que se enfrentaba a una invasión mundial de esporas espaciales. Ahora he tenido oportunidad de releerla, porque está incluida en el número 2 de El Ojo Mágico de Kelly (Planeta-DeAgostini, 2010). Y sólo puedo decir: qué grande y terrible nos parece todo cuando somos niños.

No obstante, debo añadir que gracias al tortuoso dibujo de Solano López y al efectivo diseño de las plantas alienígenas -una simple bola rodeada de tentáculos- he sido capaz de sumergirme en cierto estado de lectura semifebril. Y ahora sí, creo que no debo decir nada más.

EL REY DE LOS MUERTOS


La nostalgia es una de las pestes de nuestro tiempo (en realidad, lo es desde hace tanto que ya deberíamos tener hasta nostalgia de la nostalgia, pero eso es otra historia). Sin embargo, hay formas legítimas de volver a la infancia. Formas auténticas, sanas y ricas, que nos devuelven secretos escondidos que seguían vivos. No hay nada de morboso en eso, lo cual no deja de ser irónico cuando ese ejercicio se practica con una historia que está protagonizada por muertos. Fantasmas de piratas que acogen en su familia a un niño vivo, el Rey rosa (001 Ediciones) que escribió Pierre Mac Orlan antaño y que ahora David B. ha convertido en uno de los cómics más excelsos que me he llevado a los ojos en mucho tiempo. David ha tenido el pulso, el talento y la imaginación suficientes para no traicionar al niño de su corazón. Eso es mucho. Un gesto de genio. Pequeño, pero profundo. Te deja tambaleante.

EL TEATRO DE LOS FANTASMAS


Álex Romero y López Rubiño acaban de publicar La canción de los gusanos (Norma, 2010), un tebeo que ayuda a seguir dibujando el mapa de la novela gráfica española del momento, un país todavía por descubrir, pero en el que indudablemente cada vez están apareciendo más filones de talento en bruto. Esto es precisamente lo que más me ha llamado la atención de este libro: el talento en bruto de sus autores. La joven novela gráfica española todavía está muy tierna y tambaleante, de modo que no es extraño encontrarnos con obras que todavía están buscando el camino, y eso es algo que sin duda le pasa a ésta. Pero la promesa del talento es la que nos hace adivinar que los autores encontrarán ese camino. Álex Romero escribe muy por encima de la media, y elige hacerlo con un tono deliberadamente teatral y ampuloso que esconde un pozo de sorna en su interior. Quizás el humor esté demasiado enterrado y quizás por momentos la historia peque de excesivamente discursiva, pero aquí hay una voz clara y que sabe expresarse. López Rubiño, por su parte, se muestra como aventajado alumno de las luminarias de la nouvelle bd, con el omnipresente Blain a la cabeza, pero se le aprecia el genio y la originalidad suficientes para ir extendiendo sus alas con mayor envergadura en próximos trabajos.

La canción de los gusanos tiene un fuerte aire francobelga. No es sólo que esté ambientada en la I Guerra Mundial, y eso nos lleva siempre de cabeza a Tardi, sino que en ella se respira un aire más europeo que español. En cierta manera, eso ha hecho que me haya sentido identificado con el libro. Una de las grandes cuestiones a solucionar por nuestra novela gráfica es la de alcanzar una identidad propia. A mí me cuesta conseguirlo, aunque prometo que estamos trabajando en ello. Y otros de nuestros títulos recientes se mueven en ese horizonte internacional, al igual que esta Canción de los gusanos. Me refiero, por ejemplo a El experimento, de Juaco Vizuete, o a Endurance, de Luis Bustos. No es que eso haga peores a las obras mencionadas. Ya he hablado de ellas en el pasado, y he dejado claro cuánto me han gustado. Pero creo que también es importante que reconquistemos nuestra propia cultura. Y hay gente que ya está trabajando el terruño de nuestro propio imaginario: alrededor de ese faro que es El arte de volar de Altarriba y Kim navegan El hijo y Santo Cristo, de Torrecillas y Alba (la segunda con Pablo H.), o Juanjo Sáez y Felipe Almendros, por ejemplo. Todo llegará, supongo, si tenemos la oportunidad de caminar el tiempo suficiente como para hacer camino. De momento, me alegro de que Álex Romero y López Rubiño se apunten a la fiesta. Sospecho que nos van a dar alguna alegría gorda en el futuro.

POP CÍNICO


Wally Gropius (Fantagraphics, 2010) es la prueba más clara de que el cómic norteamericano contemporáneo no tira sólo de los referentes del underground y el alternativo. Más que asemejarse a una novela gráfica al uso, el libro de Tim Hensley, que recopila sus colaboraciones en Mome, se asemeja a un álbum de Franquin. Tampoco es el primer autor norteamericano que absorbe la línea clara europea clásica. Charles Burns lo hizo y lo sigue haciendo, y en parte el trabajo de Hensley tiene ciertas similitudes con el de Burns. No es que Hensley sea inquietante ni perturbador, ni menos todavía que se preocupe por los misterios de la carne. Pero al igual que las de Burns, sus historietas se mueven en el terreno del pop: representaciones subvertidas de otras historietas. Casi podríamos hablar de apropiacionismo, al menos estilístico.

Si bien la referencia a Franquin y el francobelga clásico la sugiere el mismo diseño del álbum, Hensley mezcla más cosas en su batidora: Chaland y el Jack Kirby de los collages, por ejemplo. A mí, a lo que más me recuerda finalmente es a algunas historietas que salían en unos viejos tomos de Películas de Disney que leía de pequeño. Hay en Hensley el mismo concepto sintético del espacio, que es quizá una de las cosas más disfrutables de su trabajo gráfico, esa capacidad para definir el campo a través de objetos que flotan en un vacío hecho de colores planos.

Confieso que tanta referencialidad me aturde, y me hace plantearme a dónde va este Wally Gropius, más allá de al lector microespecializado. El personaje protagonista es un jovencito multimillonario a quien todo el mundo confunde con el legendario fundador de la Bauhaus. Pero Wally es sólo un vividor superficial, frívolo y hedonista, interesado en las apariencias y en lo material, que vive una serie de absurdas peripecias seudoamorosas salpicadas de referencias a Iaccoca y Greenspan en tono absolutamente irónico, con la aparente intención de denunciar el consumismo o el capitalismo desbocado. Supongo. No me queda claro, porque tanto cinismo y tanto formalismo acaban por resultarme demasiado fríos, y me pierdo el chiste la mayoría de las veces. Es como si hubiera que pertenecer al club de antemano. Falta corazón.

No quiero decir con esto que Hensley no demuestre ser un historietista de envergadura, porque lo demuestra, pero este Wally Gropius se sitúa en un espacio contiguo al del Lloyd Llewellyn de Clowes, que es un espacio adolescente. La diferencia es que Clowes hizo Lloyd Llewellyn con veinte años y Hensley ya es un cuarentón. Habrá que ver si es capaz de recorrer otros territorios más originales en el futuro, como hizo Clowes.

miércoles, 11 de agosto de 2010

ES SÓLO ROCK 'N' ROLL


No se puede negar que Jirafas en mi pelo. Una vida de rock 'n' roll (La Cúpula, 2010), de Bruce Paley y Carol Swain es un tebeo tosco. Limitadito formalmente. En ocasiones asistimos a bizantinas discusiones de especialistas sobre si tal novela gráfica está mal dibujada en comparación con cual tira de prensa clásica, en un típico cacareo de gallos en el que, sencillamente, se están discutiendo paradigmas distintos, lenguajes completamente diferentes. Pero en el caso de Jirafas en mi pelo no hay ninguna duda de que Carol Swain no es ninguna virtuosa, y que más que hacer lo que quiere, hace lo que puede para poner en página las memorias de su pareja, Bruce Paley. Las primeras páginas, en concreto, donde los autores practican una irritante retórica de ilustrar viñeta por viñeta el discurso literario frase por frase, son bastante primitivas, aunque hay que decir que la cosa va ganando en fluidez a medida que el libro avanza.

Y, una vez reconocido esto, debo decir que le he cogido un enorme afecto a este libro después de su lectura.

Sí, Jirafas en el pelo no es deslumbrante, ni bonito, ni elegante, ni brillante, ni sofisticado, ni innovador. Ni siquiera es original. Y me da exactamente igual.

Es sólo rock 'n' roll.

Y como todos sabemos, el rock 'n' roll no es música. Hace décadas que los mayores lo empezaron a repetir a sus hijos. Pero sí es cultura (una cultura). Sí es una forma de ver la vida. Y eso es lo que me transmite Jirafas en el pelo.

Hay quien dice que la honestidad no es una virtud en las artes, pero como todas las máximas, ésta también es mentira según quién, qué y dónde. Bruce Paley vivió una vida interesante, desde que se fue de casa a recorrer América en los años 60 hippies hasta que se sumió en el fondo de la Nueva York drogota y decadente de los 70, donde se cruzó con personajes tan característicos del paisaje del momento como Johnny Thunders. Un tío que, por cierto, ni sabía cantar ni sabía tocar, ni falta que le hacía. Lo que se cuenta en este libro, sin embargo, no parece nada importante, ni trascendente. No hay epifanías, ni grandes mensajes. Hay ramalazos de humor discreto, y hay un instante mantenido durante toda una vida. Como en una canción pop, una sensación que se prolonga, que olvidamos y vuelve siempre. Hay también una conmovedora fe en una visión del mundo marginal, rebelde e inconformista. Para los que vinimos después, ya es un tópico. Material para anuncios de Levi's. Pero para Paley y Swain es lo que es. Directamente y sin darle más vueltas.

Su inspiración es la antiliteratura, y así no es de extrañar que les haya salido un anticómic lleno de momentos de anticlímax. O sea: que nadie se confunda, porque no estoy reivindicando la torpeza. Hay que saber muy bien lo que se hace antes de atreverse a ser torpe. No basta con hacerlo mal para hacerlo bien.

Paley y Swain bucean en las mismas aguas en las que bucea Tim Lane (Coches abandonados). El gran mito romántico norteamericano: la carretera, Kerouac, la generación beat. El vagabundeo, físico y espiritual. Pero Lane parece que nos habla de lo leído. Y Jirafas en el pelo es, inconfundiblemente, una crónica de lo vivido. Y la vida, normalmente, no la vivimos como un ejercicio deslumbrante. La vivimos como podemos y la contamos como sabemos.

Es así.

sábado, 7 de agosto de 2010

EL GRAN CATÁLOGO DEL CÓMIC MODERNO




LIBRO OBJETO
El Catálogo de Novedades ACME ofrece muchas cosas a sus lectores en su propia e irónica autopublicidad, pero si hay algo que el comprador de este libro tiene asegurado es lectura para toda la vida. Son sólo 110 páginas, pero el ACME no hay quien se lo lea de pe a pa. Yo, desde luego, no he sido capaz. Pero no me preocupa, aún soy joven.

Tampoco es que ACME sea un libro para leerlo, exactamente. Es un libro para admirar, enseñar, tocar, recorrer,y redescubrir cada “tarde lluviosa de sábado” que estemos de ese humor. No quiero decir con esto que no se pueda leer también, pues la lectura que ofrece no es sólo, como dijimos, abundante, sino también gratificante. Pero si hay algo que hace ACME es, sobre todo, redescubrir (¿o tal vez descubrir?) el valor material del cómic como objeto. ACME no son sólo viñetas impresas sobre papel, ACME es cada detalle de este libro obsesivamente diseñado desde el canto de las tapas (donde se incluye “La tira de cómics más pequeña del mundo”) hasta el interior de la faja, ocupada por una historieta que sólo podemos leer despegando dicha faja y, por tanto, alterando irremediablemente la integridad del libro. Nada grave, pues al fin y al cabo, un libro que incluye recortables, como éste, nos está pidiendo que lo alteremos. O que nos atrevamos a alterarlo, tal vez.

EL ORÁCULO DEL CÓMIC
Chris Ware (1967) es, en estos momentos, el oráculo del cómic de vanguardia internacional. Su posición central en el paisaje de la novela gráfica, consagrada desde la publicación de Jimmy Corrigan (Planeta-DeAgostini, 2003) le ha conferido una autoridad enorme sobre las nuevas generaciones de historietistas, y también sobre sus antecesores. Pocas veces el mundo del cómic ha disfrutado del trabajo de un genio tan indiscutible.

ACME, el segundo libro de Ware que se publica en España, señala los puntos cardinales de ese trabajo. Concebido como recopilación de páginas sueltas de diversas series sin continuidad que ha desarrollado a lo largo de los años, no se queda en eso. Ware ha modificado el material original para adaptarlo al singular formato de este libro, y lo ha combinado con anuncios falsos y textos editoriales de abrumadora minuciosidad y seco humor, y con una historieta sin palabras protagonizada por un salvaje anti-Superman que ata con una cadena de melancolía el conjunto. Sí, supuestamente ACME es un “tebeo de humor”, pero para reírse con Ware hay que aceptar que reírse sarcásticamente de las víctimas de la soledad y el abandono es gracioso. Cosa que no lo es, claro. Y Ware lo sabe bien, porque él fue un niño abandonado por su padre.

Tal vez no sea desternillante, pero el planteamiento funciona, porque Ware demuestra en cada página que forma y fondo, continente y contenido, son inseparables en el cómic. El despliegue de recursos visuales que ofrece ACME no tiene comparación en la historia del medio. Es fácil reconocer la influencia de los clásicos de la prensa americana de principios del siglo XX -los diseños geométricos de las páginas dominicales de Winsor McCay o la preocupación por representar el paso del tiempo de Frank King-, pero Ware hace suya toda esa herencia con una autoridad casi violenta y una sensibilidad, por supuesto, absolutamente moderna.

Catálogo de Novedades ACME no es el libro del año, es el libro de la década que estamos despidiendo. La edición de Mondadori está a la altura, y no era fácil porque Chris Ware es un ogro que exige la perfección y asusta a los editores. Corran a comprarlo, corran a leerlo. O no. Es optativo.

Publicado en ABCD 909, 4 de julio de 2009.

viernes, 6 de agosto de 2010

EL ARTE DE PENSAR EN IMÁGENES


“¡Dibujar es un acto de amor gratuito, anónimo y automático!”, grita Bardín en una historieta-manifiesto, actuando de trasunto apenas velado de su autor, Max. El mundo de Bardín es un mundo de dibujo óptico y no háptico, bidimensional y sin texturas, un mundo plano plásticamente y rugoso simbólicamente, que no se toca sino que se mira, y donde por tanto el Ojo es el poder absoluto. El Ojo omnipresente que invade el paisaje del mundo superreal que es “puro horizonte” (siempre fuera de nuestro alcance) por donde vuelan las “bandadas de peces dactilares” y donde nos vemos sometidos al escrutinio de “ojos y más ojos. No hay intimidad en el mundo superreal”. El dibujo en su grado supremo e inasible preside las historietas de Bardín el Superrealista, en cuya portada aparecen diecisiete ojos.

Iniciado en el cómic profesional con el “boom” del cómic adulto de los ochenta, Max (Francesc Capdevila, Barcelona, 1956), se ha convertido con el paso de los años en la figura de referencia de la historieta española moderna. No sólo por la inagotable curiosidad gráfica y temática de su obra, -regida por el lema de Neil Young “el moho nunca duerme”-, sino por su papel como inspiración para los jóvenes dibujantes por su compromiso constante con el medio y como enlace entre diversas generaciones y entre el cómic de vanguardia español e internacional, ejercida con su labor como rector de la revista de vanguardia (“gráfica radiante”, la llamaban) NSLM (1995-2007), que desempeñó junto a Pere Joan y con la complicidad de Alex Fito.

Se ha dado en diferenciar las distintas etapas de la evolución de Max asociándolas a las influencias de grandes figuras. La fase inicial, inspirada por Robert Crumb, puede relacionarse con el primer personaje popular de Max, el activista anti-sistema Gustavo, un hijo del underground de la Transición. La poderosa presencia en épocas posteriores del ilustrador belga Ever Meulen, el malogrado historietista francés Yves Chaland y el autor del premiado Maus, el norteamericano Art Spiegelman, iría coloreando el tránsito desde la producción de álbumes de personajes comerciales de la época de la Movida y las tribus urbanas, como es Peter Pank, hasta la búsqueda de herramientas que faciliten la expresión de contenidos políticos y personales de mayor densidad en una historieta decididamente adulta y que no atiende al mercado. A principios de los 90, una crisis artística y personal provocaría en Max un proceso de reflexión del que saldría un giro hacia la textura gráfica imperfecta –él que siempre había estado obsesionado por el acabado terso y sin fisuras-, y dos obras muy ambiciosas. Una de ella, El mapa de la oscuridad, la abandonó inconclusa. La otra, El prolongado sueño del Señor T (La Cúpula, 1998), fue su último esfuerzo por crear una “gran obra” –un término un tanto aparatoso y decimonónico que todavía embaraza a los historietistas en este medio donde tanto queda por hacer-, y los resultados no fueron satisfactorios ni para la crítica ni para él mismo.

Tras El prolongado sueño del Señor T, Max había quedado en una situación que podríamos considerar de desconcierto o perplejidad. El deseo de llegar a otro sitio seguía presente, pero el camino cada vez era más inescrutable. Tal vez tuviera en las manos el mapa, pero la oscuridad no le dejaba leerlo. En esas circunstancias, sólo queda avanzar a tientas, y a tientas dio un giro en su manera de trabajar que, paradójicamente, al rebajar las ambiciones previas, le permitió por fin llegar a su obra maestra hasta el momento, Bardín el Superrealista. Asimilando ya sin deslumbramientos parte de las propuestas de su última gran influencia, el americano Chris Ware, autor de Jimmy Corrigan y faro de la innovación esta última década, Max recuperó en primer lugar su trazo limpio de toda la vida, remontándolo además hasta las raíces de las Escuela Bruguera de los años 40-60.

En segundo lugar, inventó a Bardín, un personaje-contenedor, utilizable en cualquier situación, despojado de una historia ordenada y limitadora, que se dispersa en multitud de apariciones en distintas cabeceras, creando una constelación de historietas diversas y descentralizadas, sin jerarquía narrativa. Bardín se presenta como una creación liviana y juguetona, casi como un divertimento del autor. El personaje carece de rasgos psicológicos, y su resorte narrativo es bien simple: un día, Bardín se encuentra con el Perro Andaluz, que robó parte de sus poderes surrealistas (superrealistas) a Buñuel y Dalí, y que ahora, ya entrado en años, desea transmitir esos poderes a un heredero. El elegido es Bardín, que transitará libremente por los mundos de lo metafísico y lo inconsciente, por “El mundo de lo superreal, que está por encima de lo real, o que es más real que el real”. Es decir, por el territorio favorito de su autor, que es el territorio de lo simbólico.
No es casualidad que la pareja artística de Bardín se llame Cirlot, como el poeta y crítico de arte que escribió El ojo en la mitología. Su simbolismo (1954) y el canónico Diccionario de símbolos (1958), y para quien la lengua simbólica “obedece a categorías que no son el espacio y el tiempo, sino la intensidad y la asociación”. Curiosamente, Max, que se proclama exclusivamente “dibujante”, considera que el dibujo es “la expresión mínima del Arte en la máxima intensidad”. Intensidad y asociación definen un lenguaje, que es el dibujo, que a su vez expresa otro lenguaje, que es el símbolo. Como decía Ananda K. Coomaraswamy, “el simbolismo es el arte de pensar en imágenes”, y ésa es la lógica que siguen los Hechos, dichos, ocurrencias y andanzas de Bardín el Superrealista, la lógica del dibujo puro y su capacidad para el símbolo.

La amalgama simbólica que maneja Max tiene diversas fuentes. Por un lado está la romántica y prerromántica –desde los años ochenta y álbumes como La muerte húmeda, Max ha mostrado una vena neogoticista y gusto por los temas fantásticos del XIX-, por otro la psicoanalítica jungiana –y, por supuesto, ambas se encuentran en las cómicas variantes del cuadro Pesadilla (1781), de Füssli-, y en tercer lugar la surrealista ortodoxa que podemos relacionar más directamente con el movimiento artístico bretoniano y, sobre todo, con Buñuel y el Dalí “embarrancado en 1929” (y que el interés por estos motivos se remonta a los orígenes de Max lo demuestra su elección de seudónimo, un homenaje a Max Ernst, autor de cuadros tan afines al universo Bardín como El ojo del silencio). El símbolo supremo que preside la cosmología bardinesca es, como decíamos, el ojo, un símbolo con el que Max ha trabajado a fondo (incluso lo utilizó para diseñar la mascota del centenario del FC Barcelona, en 1998), y que, en formulaciones triples, frontales, monoculares o heterópicas, Max suele asociar a la clarividencia y, a través de ella, a la muerte, pues abre la conciencia y el descubrimiento de los tumores y la decadencia interna –secreta- del cuerpo. En su primera historieta, la adquisición de la visión interior permite a Bardín descubrir los tres cánceres que le devoran, en un punto de partida idéntico al del malogrado Mapa de la oscuridad. Aún más, en una obra de tanta densidad gráfica, no se puede pasar por alto el significado del dibujo de las guardas del libro, donde un asustado Bardín contempla la proyección de la danza de la muerte en una linterna mágica. Pero Bardín, como el esclavo platónico, no sabe que la ilusión es sólo eso, una imagen, y no la realidad, como tampoco sabe que en Una polémica metafísica, después de desmontar todos los engaños de un panteón de dioses falsos presidido por un Mickey Mouse con tres ojos, finalmente los dioses se ríen de él.

El tebeo de Max es, pues, en cuanto que dibujo, un fantasma, una sombra, un velo inmaterial que carece del aquí y ahora benjaminiano para existir sólo en nuestra retina. En cuanto que instrumento panóptico, es una máquina poderosa, que dirigimos hacia nosotros mismos y hacia nuestra conciencia: ¿no es la viñeta-ojo al mismo tiempo el marco-ojo del televisor que muestra el horror de la guerra a los perros indiferentes que la utilizan de urinario en Nosotros somos los muertos? Dice el Señor T: “Veo fugazmente el destello de un ojo que me mira antes de precipitarme en un pozo de negrura”. La proliferación ocular bardiniana ha acabado definitivamente con la negrura, para mostrarnos un nuevo paisaje colorido y expuesto al placer visual. Pero Foucault nos advertía del poder del ojo vigía: ¿es por eso que la mirada total –el autoconocimiento absoluto- nos resulta tan opresivo? ¿Es por eso por lo que Bardín parece siempre tan nervioso e iracundo?

Mientras esperamos el segundo libro de Bardín, la última gran historieta de Max es El ruido y la furia, verdadera síntesis de la evolución gráfica y temática del autor durante veinte años. En ella, el entramado simbólico es tan tupido que la renuncia al texto no comporta una pérdida de densidad, sino todo lo contrario. La abrumadora carga emocional e intelectual (inteleccional) de El ruido y la furia es un logro para un autor que, hace diez años, declaraba que en comparación con la literatura, el cómic “no tiene menos altura, pero sí creo que tiene menos densidad. Para mí es una cuestión de densidad, de cantidad de conceptos por centímetro cuadrado de página. Referido a esto, el cómic es simple”. Hoy, y con Bardín el Superrealista, Max finalmente se ha quitado la razón a sí mismo, y me imagino que podrá gritar orgulloso con su personaje: “Aunque nadie nos lo pida ni nos lo agradezca… Hagamos tebeos!!”


Texto publicado en el catálogo de la exposición ¡Viaje con nosotros!, 2008.

jueves, 5 de agosto de 2010

EL DRAMATURGO


Leyendo The Playwright (Top Shelf-Knockabout, 2010), no he podido evitar acordarme de Wilson, de Daniel Clowes. Al igual que en ésta, en la última obra de Eddie Campbell, escrita por Daren White, el protagonista es un hombre maduro y solo, de (cierto) talento, con problemas extraordinarios para relacionarse con los demás, especialmente con la familia y con las mujeres. Y, por supuesto, está obsesionado con el sexo. Es un hombre, así que no sé si esta última aclaración era del todo necesaria.

Wilson y The Playwright coinciden también en su preocupación formal. En el caso de la segunda, se ha elegido un curioso formato apaisado que incluye una sola tira en cada página, aunque no se trata de tiras autoconclusivas, sino que el relato se estructura en capítulos de varias páginas cada uno. Además, la relación entre texto e imagen es muy peculiar. No hay bocadillos de diálogo, sólo cartuchos de texto con una voz narrativa en tercera persona del singular y presente de indicativo, que acompaña a todas las viñetas menos a algunas mudas. La impresión es que Daren White escribió un relato en prosa y Campbell decidió adaptarlo al cómic con este estilo, respetando (es un suponer, repito que es la impresión que produce) la integridad del texto. Y tal vez de ahí el formato de tira única y continuada, para que el libro se lea como un relato en prosa, atendiendo más a la frase individual que al sentido de la página, tan ineludible en el diseño del cómic. No nos confundamos, porque no estoy diciendo que sea un relato ilustrado. A estas alturas, Campbell no cae en obviedades. Más bien al contrario, tengo la impresión de que ha buscado una nueva manera de contar. Una manera que intenta buscar lo lineal y evitar lo tabular. O tal vez no, pero se me ha ocurrido esto porque de alguna forma me ha recordado a lo que Pepo y yo intentamos hacer en El Vecino 3.

Otro punto en común entre Wilson y The Playwright es el sentido del humor con el que ambas tratan a sus protagonistas. Un sentido del humor seco, negro y hasta sardónico, que en el caso de White y Campbell incluye chistes sobre la próstata y demás desgracias, pero que en todo caso es más refinado en estos británicos expatriados en Australia que en Clowes, más directo y contundente. De hecho, hasta podríamos comparar ambos sentidos del humor basándonos en el contraste entre los estilos gráficos: Wilson es más claro y redondeado, más dibujado; The Playwright es más borroso e irregular, más pictórico.

En realidad, ambos tebeos tienen un corazón muy distinto debajo de su parecido superficial. El de Clowes es puro cartoon, el de White y Campbell es más literario. Por momentos, el tono recuerda a Posy Simmonds. Pero no es Posy Simmonds. Es puro Eddie Campbell, incluso en el texto, que no es suyo. Pero cuando un autor es tan grande, no importa de dónde proceda el material, al final nos llega siempre convertido en original suyo.

2000 AÑOS DEL CÓMIC DE LOS RICOS


Dice Jordi Costa en un curioso epílogo-confesión al final de 2000 años de cine (Glénat, 2010) que le gustaría que el tebeo que acaba de publicar junto a Darío Adanti se viese como un cruce entre una aventura larga de Mortadelo y Filemón con el profesor Bacterio y Perdidos. Y no, hombre, para nada. Lo de Perdidos no, pues, sencillamente, porque no, porque Perdidos es una mierda y 2000 años de cine es cualquier cosa menos eso. Y lo de Mortadelo y Filemón tampoco porque esto está en las antípodas de Ibáñez.

Mortadelo y Filemón siempre fue una serie tan deliberadamente desideologizada que era casi nihilista. Llegaba a ese punto cero de la cosmovisión a través de la insistencia en el slapstick y el gag visual heredado del cine mudo. Y bueno, el tebeo de Costadanti es cualquier cosa menos desideologizado, y cualquier cosa menos mudo. LA PALABRA rige esta aventura de Mostrenco y Che-Qué-Loco, la palabra torrencial y desbordada del crítico de cine que no puede dejar de ser crítico aunque sea guionista, y que tiene opiniones sobre todo, y probablemente nunca se ha sentido tan a gusto soltándolas de esta forma plenamente visceral. Porque ése es el poder del cómic, el poder de pintarte la cara de nata montada y salirse de rositas. El bufón tiene derecho a insultar, porque nadie tiene derecho a sentirse insultado por el bufón. Qué liberación.

Como digo, este ajuste de cuentas iracundo con un ser querido que practica Costadanti con el cine se basa en la palabra, y curiosamente remite menos al cómic que a la animación de series como South Park. Bueno, «curiosamente» no sé si es la palabra correcta, ya que South Park es una influencia declarada sobre la obra, pero sí quiero hacer notar cómo, en efecto, el tratamiento sintético de la imagen transmite ese estatismo propio de la animación limitada y plana. O tal vez sea el ritmo entrecortado de lectura al que obliga el desbocado texto, que demora tanto el paso de una viñeta a otra que uno ya se olvida de que está leyendo un cómic para creer que está revisando una colección de sellos.

Esa imagen texturizada se une en mi imaginario con el denso tratamiento que daba Will Elder a las páginas de Little Annie Fanny, aquella serie de erotismo satírico que realizó junto a su compinche Harvey Kurtzman en Playboy. Es una estética distinta de la que acostumbramos a ver en nuestros cómics, pero que demuestra que cuando saltas a otra plataforma (una revista no especializada en cómic) y te diriges a otro público, como hacían tanto Kurtzman-Elder entonces como ahora Costadanti, te conviene recorrer otros caminos.

En fin, veo que me voy por las ramas, creo que infectado por la propia obra, y no quiero dejar lugar a engaño. Este tebeo culterano y agobiante, intransigente con la vista y con la voz (porque hay que leerlo en voz alta, eso está claro) nos recuerda qué es lo que no podemos sacrificar en el altar de la novela gráfica. Necesitamos ahora, y en el futuro más que nunca, expresiones como «liendres avarientas». Espero que Costadanti esté ahí para proporcionárnoslas.

LA DIOSA DE LA GUERRA


Ya que hablo de Apa-Apa, comentaré que en mi última visita a La Central del Raval, me llevé un par de tebeos completamente desconocidos para mí por recomendación del fenomenal Toni Mascaró. Y es que hay que ver las cosas que tienen a la venta en La Central del Raval.

Uno de esos tebeos es The Goddess of War (Picturebox, 2008, que si no me equivoco es una reedición de la publicación original de 2004), de Lauren R. Weinstein. Esta autora era desconocida para mí, pero resulta que no sólo tiene una carrera previa en el cómic, sino también en la música, y hasta una entrada en wikipedia (USA), de modo que no es necesario que me extienda más en su trayectoria reproduciendo aquí lo que todo el mundo que tenga instalado Google en su ordenador puede encontrar con suma facilidad. Lo buscáis, como lo he buscado yo.

El caso es que The Goddess of War me tiene fascinado como sólo me fascinan los artefactos estrafalarios y singulares, las cosas que parecen tan estropeadas que finalmente sólo pueden ser geniales. Dan Nadel (el editor de Picturebox) ha demostrado más de una vez que su interés no es tanto la vanguardia como lo marginal, y poco a poco va construyendo un canon del cómic outsider en el que The Goddess of War encaja cómodamente. Esta pieza de tebeo brut está protagonizada en su primera parte por la Diosa de la Guerra (Valerie, que no va a trabajar porque el coche no le arranca y le cuenta sus penas a Nebulón, el Devorador de Universos, un ojo gigante que flota en otro extremo de la galaxia) y sus viajes a través del tiempo, y en su segunda mitad por la misma Diosa y su historia de amor y desamor con Cochise, el cacique piel roja. El tebeo es más raro todavía de lo que suena la descripción, porque está dibujado con una deliberada falta de profesionalidad y una energía infantil que lo sitúa en algún territorio entre Henry Darger, Fletcher Hanks y los cómix underground de espiritualismo y misticismo más esotéricos de principios de los 70. Yo, lo confieso, me lo leí del tirón, y desde que lo terminé no puedo dejar de mirarlo. Necesito más.

Droga dura, sólo para los muy cafeteros.

UNA COSA BLANDA EN MEDIO DEL BOSQUE


Si es cierto que unas de las características de la novela gráfica contemporánea es la internacionalidad, entonces La celebración (Apa Apa, 2010), de Rui Tenreiro, es uno de sus ejemplos más evidentes. El artista –de quien no conocía nada antes de enfrentarme a este libro- es nacido en Mozambique pero vive en Estocolmo, y este libro suyo se publica en España después de haber aparecido en Noruega y Canadá. Pero la cosa no se queda ahí, porque la obra en sí muestra una especie de peculiar deslocalización con sabor local. Hay unos bosques que recuerdan los paisajes nórdicos, pero hay muchos elementos gráficos y decorativos que son de clara inspiración japonesa. Cuando uno se mete en el mundo de La celebración, se mete en un mundo que es a la vez conocido y desconocido, extrañamente amorfo y definido a la vez, entre prefabricado y folklórico.

La celebración respeta escrupulosamente los códigos indies -una historia pequeña y «bonita», pausada y que hace un uso elegante del bitono, como suele pasar cuando se usa el bitono, todo sea dicho- y en eso no sorprende, pero la circularidad misteriosa de su argumento y el espolvoreado de símbolos visuales la convierten en una historia con retorno. No sólo para los personajes, sino para el lector. O sea: que sospecho que volveré a leerla, eso es lo que quiero decir.

LA ZONA DE LA NOVELA GRÁFICA

Toni Boix hace una reseña de La novela gráfica y me entrevista. ¿Dónde? En su sección Píldoras Nacionales de Zona Negativa, por supuesto.